Santayana ante las paradojas del virus
Daniel
Moreno Moreno
Sí,
comprendo la sorpresa que provoca este título porque la filosofía de
Jorge/George Santayana no tiene nada que ver directamente con el virus
SARS-Cov2. El punto de unión queda establecido, no obstante, por la palabra paradojas. La expansión del virus es
vista como paradójica o extraña, pero, si se adopta la filosofía de Santayana,
desaparece el aspecto paradójico de todo lo que rodea al virus. Porque, según
Santayana, la fuente de esas paradojas no está en el virus como tal sino en las
ideas e ilusiones humanas que proyectamos sobre el “comportamiento” del virus y
que, a modo de boomerang, se nos
vuelven en contra. Este enfoque nos permitirá unir, además, filosofía y
ciencia.
Para
obviar la presentación de Santayana, me remito al texto anterior “Santayana,
para tiempos difíciles”. La relación de la filosofía de la ciencia de
Santayana con la pandemia y sus consecuencias tiene también como precedente el
texto de Inmaculada Yruela “Cómo
encajar las debilidades y las fortalezas de la ciencia durante la pandemia”.
La
expansión del virus presenta varias paradojas. Cuando ha pasado ya un año de
que empezáramos a hablar de él, algunas voces se levantan afirmando que, si se
hubieran tomado medidas drásticas desde el mismísimo comienzo, hubiéramos
evitado su diseminación. Eso es una clara ilusión de la perspectiva. Los datos
de secuenciación del virus en los diferentes países y escenarios donde se ha
realizado seguimiento demuestran que ya
estaba en otros lugares del planeta antes de que fuera detectado en Wuhan.
Cuando estábamos en la cima de la primera ola y empezábamos a descender,
parecía que ya había pasado lo peor. Pero los datos del muestreo llevado a cabo
por el Instituto de Salud Carlos III (estudio
de seroprevalencia ENE-COVID) nos llenaron de estupor al mostrar que únicamente
un 5% de la población había estado en contacto con el virus, esto es, que había
desarrollado anticuerpos. Como siempre surgieron hipótesis ad hoc —bien fundadas,
sin duda— que ampliaban ese escaso porcentaje elevándolo al doble. Dato que, en
cualquier caso, no se correspondía con el grado del miedo soportado.
Después se sucedieron las olas, el número de infectados y
de muertes, que, lejos de ser cada vez menores proporcionalmente, eran cada vez
mayores. Se cerró, con celebración incluida, IFEMA, y se le llamó “nueva
normalidad” al periodo posterior a la primera ola. Ahora ya se anuncia la
cuarta o quinta ola, a pesar de las restricciones impuestas.
¿Por qué la expansión del virus, tras un año, no va a menos,
como parecía que se podía esperar, sino a más? ¿Es paradójico o sólo nos
parece paradójico? El sentido común no dice que únicamente nos parece
paradójico, que no lo es. Pero ese punto de vista se deja a un lado enseguida,
y no está mal que algún filósofo nos lo recuerde, que nos devuelva la cordura.
Ese es el caso de Santayana.
Para él es la cuestión filosófica clave es distinguir
entre la realidad y el conocimiento de la realidad; entre las palabras y las
cosas; en este caso, entre lo que podemos decir sobre el virus y el virus
mismo. Es una distinción clara, que, no obstante, olvidamos fácilmente. Pero
Santayana nos avisa del error categorial de tomar la descripción de la
naturaleza por la naturaleza misma; ese es su caballo de batalla. Por eso se
alejó tanto de la filosofía anglosajona-pragmatista como de la filosofía
continental-idealista. Para ellos “los límites de mi lenguaje señalan los
límites de mi mundo”. Cuando lo cierto que es que el virus excede, con mucho,
lo que la ciencia puede decir sobre él con sentido —el desfase es aún mayor, si
atendemos a lo que se escribe en los medios de comunicación.
Para Santayana, sin embargo, “estamos condenados a vivir
dramáticamente en un mundo que no es dramático” (1938). Frase epigramática que,
para un buen conocedor de Santayana como lo es Fernando Savater, es el eje del
pensamiento santayaniano —cf. Acerca
de Santayana, Universidad de Valencia, 2012—. Así se muestra en obras de Santayana como: El egotismo en la filosofía alemana (Biblioteca Nueva, 2014) y La tradición gentil en la filosofía americana (KRK, 2018). La frase, aplicada al virus,
quedaría así: estamos condenados a vivir paradójicamente con un virus que, de
suyo, no es paradójico.
En efecto, si distinguimos entre nuestra apreciación de
la realidad y la realidad misma, se entenderá la expansión del virus y
desaparecerá su aspecto extraño. También seremos conscientes de la fuerza de
las ilusiones humanas. De modo que, cuando se detectó el virus en Wuhan, no
tiene por qué ser cuando realmente se inició la infección en humanos. Así
encaja que pudiera estar presente antes en otros lugares del planeta. La
expansión real del virus es poco probable que siguiera exactamente las rutas
que marcaron nuestros descubrimientos
de sus primeas apariciones en cada país. Ahí se confundiría nuestro
conocimiento del movimiento del virus con el movimiento real del virus.
Tras la fuerte presión mediática y el esfuerzo que supuso
nuestro confinamiento, se creó la impresión de que el virus se había expandido
rápidamente y que estaba en cada pieza de fruta y en todos los pomos de todas
las puertas. Pero ahí no había llegado el virus. Sus movimientos se atienen a
las leyes de la biología molecular, al azar de sus mutaciones y a su
transmisibilidad, no a nuestros miedos. Nuestros movimientos sí lo expanden con
nosotros, pero nuestros miedos viajan mucho más rápidamente aún. Ahí, de nuevo,
tomamos nuestra preocupación por la rápida expansión del virus como si fuera su
movimiento real.
En cuanto a la sucesivas olas, para nuestra apreciación,
deberían ser cada vez menores porque son muchos los ya infectados, los ya
fallecidos —y, ahora, los ya vacunados—. Pero, para el virus, aún queda mucho
terreno virgen: para él, cada humano es algo a contagiar. Ahí, de nuevo, se ve
el gran desfase entre el número de afectados —alarmantes, ciertamente— y el
número de humanos que aún no han estado en contacto con el virus —por más que
muchos piensen que ellos ya han
estado con contacto y que han sido asintomáticos—. Por eso, si no llegan las
vacunas antes, las olas se sucederán al ritmo y a la altura que determinen
nuestra libertad de movimientos.
En definitiva, estamos condenados a vivir dramáticamente
con el virus, pero no hemos de esperar que él se ajuste al guión del drama. Él
no es un personaje, ni siquiera tiene “comportamiento”, sencillamente se rige
por mutaciones azarosas y por los principios bioquímicos que marcan una
expansión demasiado rápida para nuestros hospitales, pero demasiado lenta para
el resto de la población.